Entender, convivir y proponer: la única salida frente al discurso destructivo de la ultraderecha.
El discurso del miedo cala. La extrema derecha avanza en el país vecino y los resultados de las elecciones en Portugal lo confirman: los partidos más radicales ganan terreno. España no permanece ajena a esta ola ultra. El Partido Popular se deja arrastrar por Vox y vota en contra de propuestas sensatas que responden al interés general. Han votado en contra de la revalorización de las pensiones, del decreto para hacer frente a los aranceles irracionales de Trump, y hasta han convertido Eurovisión en un campo de batalla política, alentando el voto a Israel como gesto ideológico. Rechazan mensajes en defensa de la paz, de los derechos humanos, y como siempre, abandonan el Congreso de las ideas.
Ya lo vimos en 2010. Montoro lo dijo sin tapujos: “Dejad que caiga España, que ya la levantaremos nosotros”. Era la consigna de una derecha destructiva, dispuesta a todo con tal de volver al poder. Pusieron piedras que se convirtieron en losas; si no, que se lo pregunten a quienes nunca lograron recuperar el crecimiento necesario para cumplir con los objetivos de estabilidad financiera. Prometieron esperanza y solo trajeron recortes y sufrimiento a la mayoría social.
Hoy, sin embargo, España crece. Los datos económicos son contundentes: generamos más y mejor empleo, reducimos la desigualdad y avanzamos en inversión e innovación tecnológica. Tal vez por eso la oposición evita debatir sobre economía: porque no le conviene. En su lugar, lo sustituye todo por el ruido emocional. En vez de confrontar ideas, atacan personas. Pretenden deshumanizar al Gobierno. Ya lo dejó dicho Aznar: “Quien pueda, que haga”. Y vaya si hacen. Podemos conocer los WhatsApps personales del presidente del Gobierno, pero citan judicialmente al fiscal general del Estado o al delegado del Gobierno en Madrid por una filtración sobre el novio de Ayuso.
Esa política de crispación se filtra del Parlamento a la calle. Y vemos cómo prosperan debates impensables hace una década.
Vivimos una transformación social vertiginosa, que genera incertidumbre y exige respuestas complejas. Una mayoría de inmigrantes se hace cargo de trabajos que ya nadie quiere aquí. Lo paradójico es que muchos de los que más los critican son quienes los «contratan»: para sus campos, sus empresas, o para cuidar a sus mayores.
Durante los años 70 y 80 también vivimos grandes movimientos migratorios internos. Personas con otra lengua materna, con otras costumbres, llegaban a zonas industriales desde distintos puntos del país. Entonces también hubo rechazo. Pero con el tiempo se integraron, enriquecieron nuestra cultura y reforzaron la cohesión social. La convivencia y el mestizaje no nos debilitaron: nos hicieron más fuertes.
Hoy nuestras calles reflejan una diversidad aún mayor. La procedencia se intuye en los rostros, en las ropas, en los acentos. Y esa diferencia, cuando se ignora, puede generar miedo. Miedo que alimenta el odio. Miedo que la derecha lleva años cultivando con esmero.
Pero no podemos resignarnos. No debemos caer en el marco de la ultraderecha. Frente a lo desconocido, debemos oponer conocimiento. La solución no es el miedo, sino la pedagogía. Hay que crear espacios para el encuentro, la formación y la convivencia. Hay que promover el entendimiento.
Ser conscientes de los desafíos que nos rodean, responder con propuestas y ofrecer certezas: esa es nuestra tarea. Si quienes defendemos la socialdemocracia olvidamos nuestro objetivo, si nos alejamos de las calles y los barrios, si dejamos de escuchar y de explicar, estaremos condenados a perder el respaldo de la ciudadanía.