16.00h · 21.11.2025
Viajo hacia casa y cierro una semana más llena de sentimientos encontrados.
La actividad parlamentaria nunca me resulta indiferente, y estos días lo ha sido aún menos. He sentido indignación ante la irresponsabilidad de un expresidente autonómico incapaz de asumir errores; frustración frente a mentiras instaladas como arma política; conmoción al escuchar los testimonios de quienes intervinieron en los actos de memoria democrática; y, sobre todo, una gratitud emocionada al recibir el relato la vida de una compañera activista de mi propio grupo, con la que asistí a varios actos y que me compartió su propia historia de lucha, resistencia y esperanza en los años oscuros.A todo eso se ha sumado la inquietud que provocan quienes confunden la política con el insulto y la descalificación gratuita, y la admiración profunda por quienes, en tiempos más difíciles, sostuvieron el hilo frágil de la democracia que hoy disfrutamos. La semana empezó con la comparecencia de Mazón en la Comisión de Investigación sobre la DANA, y ha terminado con actos que recordaban el 50 aniversario de la muerte de Franco, la transición hacia la democracia.
En el tren todo va encajando en mi pensamiento mientras intento ordenar lo vivido.
Hoy mismo, en la sala constitucional presidida por el Rey Felipe VI, escuchábamos a académicos y periodistas reivindicar la concordia y el acuerdo. Aquello me ha permitido conectar con las historias que había escuchado estos días, a la vez que pensaba en la desconexión con las generaciones más jóvenes. Y casi al mismo tiempo, en la pantalla del móvil, leía el mensaje de Ayuso acusando al Gobierno de estar “en una dictadura”. Una incongruencia de tal calibre que provoca náuseas. Desde los televisores, otros nos miraban atónitos preguntándose qué hacíamos nosotros con los Borbones. Y yo, sin decirlo en voz alta, solo podía pensar: ¿qué país vamos a dejar a nuestros hijos?
El respeto a las instituciones es la base de cualquier democracia. Vivimos en una monarquía parlamentaria que ha avanzado durante 50 años en libertad, diversidad y cohesión social. Nada de eso fue fácil ni automático: fue el resultado del esfuerzo de miles de personas, muchas anónimas, muchas mujeres, muchas compañeras como la mía. Me vino a la cabeza una frase escuchada esta semana en el hemiciclo: qué fácil es ser facha en una democracia y qué difícil es ser demócrata en una dictadura. Una verdad que resume todo lo que hemos recordado estos días.
Hay demasiadas lagunas sobre la historia de España en las generaciones más jóvenes. Es una asignatura pendiente estudiar la transición democrática en los colegios. Nunca se llega en los temarios. Ha imperado la ley del silencio como me recordaban mis padres esta semana. Unos callaban por miedo y otros por vergüenza. Una vergüenza que poco a poco desaparece al tiempo que nace una nostalgia rancia de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los residuos del franquismo existen: clases pudientes que vivieron muy bien y que reivindican volver a una etapa de privilegios. Me duele que algunos jóvenes se vean atrapados por el discurso fácil. Vox crece en las encuestas a pesar de que la mayoría de sus votantes añoran y prefieren regímenes totalitarios, dictatoriales. Vox crece a pesar de que no respetan las instituciones. Cuanto menos hacen, más ganan. Y duele que gane la mentira y la insolencia. Una vez más, la Comunitat Valenciana será el gran laboratorio de ideas de Vox–PP: el ensayo de políticas negacionistas que nos desprotegen sin límite al lomo de un gobierno declarado incapaz e insolvente ante las emergencias.
Hoy, además, se cumplen 25 años del asesinato de Ernest Lluch. Quienes lo conocieron dicen que hubiera sido capaz de dialogar incluso con quienes le arrebataron la vida. Un hombre profundamente demócrata, artífice de la ley de sanidad universal, que defendió la convivencia incluso frente al odio. Su memoria se hace especialmente presente en semanas como esta, en las que la palabra diálogo parece estar en peligro de extinción. Recordarlo también es una forma de defender lo que somos.
Porque vivimos en libertad y por todos quienes lo hicieron posible, he querido recoger en mi memoria cada uno de los actos a los que he asistido para que nunca se olviden. La presentación de la serie “Anatomía de un instante”, basada en la obra de Javier Cercas, un retrato preciso de aquel instante en que la democracia estuvo en vilo. Gracias Francina Armengol y a todo el equipo del Congreso por hacerlo posible.
La representación de “Memoria en escena”, un viaje teatral a los inicios de la democracia cuyos testimonios conmueven.
El acto “Franco y los franquistas, 50 años después”, moderado por José Félix Tezanos, con las voces claras y necesarias de Francisca Sauquillo, Nicolás Sartorius, Fernando Martínez y María Jesús Montero, quienes ofrecieron un diálogo imprescindible.
Y el coloquio “50 años después: La Corona en el tránsito a la democracia”, presidido por los Reyes y con la presencia de la Princesa de Asturias y la Infanta Sofía, moderado por Iñaki Gabilondo y Fernando Ónega, y enriquecido por las aportaciones de Adela Cortina, Juan Pablo Fusi, Juan José Laborda y Rosario García Mahamut. Actos que abrían puertas y ventanas de memoria, que daban contexto, que recordaban de dónde venimos.
Y sin embargo, en paralelo a esa mirada histórica, me siento en la obligación de reflexionar sobre el presente. La separación de poderes es esencial, pero anunciar un fallo sin tener redactada la sentencia —como ha ocurrido esta semana— genera zozobra e inquietud democrática. El comunicado del Tribunal Supremo decía:
**“La Sala Segunda del Tribunal Supremo, en la causa especial 20557/2024, ha dictado por mayoría de sus miembros el siguiente fallo que se anticipa:
‘FALLO
Que debemos condenar y condenamos a D. Álvaro García Ortiz, Fiscal General del Estado, como autor de un delito de revelación de datos reservados, art. 417.1 del Código Penal, a la pena de multa de 12 meses con una cuota diaria de 20 euros e inhabilitación especial para el cargo de Fiscal General del Estado por tiempo de 2 años, y al pago de las costas procesales correspondientes, incluyendo las de la acusación particular. Como responsabilidad civil se declara que el condenado deberá indemnizar a D. Alberto González Amador con 10.000 euros por daños morales.
Le absolvemos del resto de los delitos objeto de la acusación.
Los objetos intervenidos en los registros practicados se devolverán a sus titulares y, en su caso, se destruirán.’
La sentencia, pendiente de redacción, surtirá efectos a partir de su notificación en legal forma.
La resolución incorporará dos votos particulares emitidos por las Magistradas de la Sala II D.ª Ana María Ferrer García y D.ª Susana Polo García, que disienten de la misma, lo que determina un cambio en la Ponencia, que la asume el Presidente de la Sala, D. Andrés Martínez Arrieta.
El fallo ha sido comunicado a las partes.”**
La publicación el 20N añade un elemento de desasosiego difícil de ignorar. Si se puede condenar a un Fiscal General sin pruebas y contra el relato de periodistas que avalan su inocencia, ¿qué no podrá ocurrir en otros casos? Esa pregunta pesa, y ver la celebración pública de quien admitió haber mentido y de quien delinquió solo aviva una indignación que no puedo ni deseo disimular.
Aun así, no quiero terminar la semana con ese sabor amargo. Prefiero quedarme con la fuerza moral que recibí de los testimonios escuchados, y sobre todo del que me confió mi compañera activista: una mujer valiente, lúcida y comprometida que vivió lo que hoy algunos niegan o trivializan. Ella me recordó algo fundamental: la democracia nunca está garantizada, pero siempre puede ser defendida.
Por eso, pese a la incertidumbre, sigo creyendo que por nosotros no quedará. Porque la esperanza es lo último que se pierde.







