Termina el pleno. Necesito poner en algún sitio las palabras que vuelan dentro de mi cabeza. Hay tantas cosas que no entiendo que, para intentar comprenderlas, quisiera ponerlas en papel, recortarlas y ordenarlas como un rompecabezas. Me encantan los sudokus, los puzles y el cubo de Rubik. Para algunos, dedicarles tiempo es perderlo; para mí, durante los fines de semana, son una manera de centrarme, de dejar de lado las pantallas y de sentir que todo encaja, que todo tiene un orden.

En la realidad, nada parece cuadrar. Hay demasiados intereses contrapuestos. La incertidumbre y la ley del más fuerte continúan imponiéndose en el mundo. A veces, no encuentro que la lógica funcione. ¿La historia no nos enseña nada? ¿Cómo podemos vivir en un mundo que aún no ha sido capaz de acabar con las guerras? ¿Por qué parece que la violencia, ya sea física o verbal, se abre paso allá donde puede?

Los discursos se endurecen, con una asimetría que no llega a la ciudadanía. No todos somos iguales. Unos insultan y otros somos insultados. En cada pleno del Congreso lo vemos. ¿pero quién nos sigue? Los mensajes cortos, los impactos visuales y los insultos sustituyen los razonamientos y los pensamientos sosegados. Las descalificaciones no parecen tener límite ni en el parlamento ni en las redes sociales.

Semana a semana escucho en persona cómo se nos ofende y los decibelios no bajan. Mi reloj me avisa cada cierto tiempo que el entorno es ruidoso, molesto y permanente hasta tal punto que puede provocarme una pérdida de audición temporal. Recomienda proteger los oídos, pues la exposición prolongada puede ocasionar daños permanentes. Y no me extraña. No por mucho gritar se tiene más razón, aunque algunos grupos no lo sepan.

En la sesión de control el presidente del gobierno lo ha dicho claro: los insultos no resuelven los problemas. No facilitan vivienda a los jóvenes. No construyen colegios. No resuelven las listas de espera ni mejoran la previsión y atención ante emergencias.

Lo que sí los resuelve – o al menos busca resolverlos- es cumplir con las competencias que cada gobierno tiene. Y el gobierno de España está cumpliendo. Como recordaba el Presidente en la interparlamentaria al inicio de la semana, el Gobierno ha impulsado políticas públicas que han permitido que España sea hoy la gran economía de la Unión Europea que más crece: lo fue en 2023, lo es en 2024 y también lo será en 2025. El crecimiento español representa el 40% del total de la zona euro. Es la economía que más empleo crea: casi cuatro millones de empleos se han creado desde el año de la pandemia, en el año 2020. Somos la cuarta economía que más reduce su deuda pública y hay 200.000 personas menos en riesgo de pobreza que cuando gobernaba la derecha, gracias a las políticas de protección. En siete años de este gobierno, las comunidades autónomas recibirán 300.000 millones más de recursos que en los siete años de Mariano Rajoy.

La vivienda, la sanidad, la educación y la protección civil son competencias autonómicas. La mayoría de las autonomías están gobernadas por el partido popular con el apoyo explícito e incondicional de vox. Y, a pesar de gestionar la mayor parte de los servicios públicos, la derecha española se empeña en hacer dejación de funciones. La ultraderecha dice que el sistema autonómico no funciona y en realidad, lo que no funciona son los gobiernos a los que apuntalan.

Las políticas de vivienda en muchas autonomías son inexistentes. En la anterior conferencia de presidentes despreciaron los recursos para vivienda por puro partidismo.  El desprecio del partido popular por la educación y la sanidad pública se confirma en su apoyo creciente a universidades y hospitales privados, que crecen de manera exponencial.

El tono constructivo ha desaparecido de los presidentes autonómicos del partido popular. Las declaraciones de todos sus dirigentes, sea cual sea el territorio, resultan tan graves como hilarantes. Con altavoces mediáticos que elevan el tono, han entrado en una competición sin fin: a ver quien insulta más, a ver quien dice la mayor barbaridad.

El pasado domingo, en Madrid, hubo una manifestación pacífica que quiso frenar la indiferencia y alzó la voz contra la barbarie y el genocidio de Netanyahu en Gaza.

Es cierto que hubo una minoría exaltada. Como también lo es que Ayuso se hizo fotos con el equipo de Israel financiado por quienes apoyan el genocidio, tensionando el ambiente en lugar de generar escenarios de paz. La violencia nunca es la solución: solo trae más violencia y nunca tiene fin.

Ahora bien, no se puede hacer creer que la manifestación del domingo fuera la más violenta vivida. El gobierno desplegó dispositivos de prevención y protección. Ningún deportista fue lesionado y los cuerpos y fuerzas de seguridad actuaron con eficacia y proporcionalidad.

Lo incomprensible es que los populares hablen de escenario de guerra, lo comparen con Sarajevo o lo equipare un atentado de la kale borroka. La exageración roza la ignorancia suprema y una maldad sin límites.

Lo que más me llama la atención es que el partido popular y todo su aparato mediático se movilicen porque se detenga una carrera de bicicletas, y al mismo tiempo sean incapaces de pronunciar una sola palabra de compasión y condena ante las imágenes de miles de niños muriendo de hambre.

Nuestra posición socialista, liderada por Pedro Sánchez, es clara y razonable. Hemos reconocido al Estado de Palestina y nos hemos posicionado ante la barbarie para que termine. Y como dice nuestro portavoz de grupo, Patxi López: ¿Por qué se expulsó a Rusia de las competiciones deportivas y no a Israel? ¿Por qué se permitieron banderas de Ucrania en los colegios y ahora no las de Palestina?

La doble vara de medir es insoportable. Y el silencio cómplice resulta atronador. Entiendo y respeto la discrepancia, pero no entiendo las guerras ni la sustitución de argumentos por descalificaciones permanentes.

Está visto que la innovación y la tecnología avanzan a un ritmo vertiginoso, casi al mismo que decrece la humanidad de algunos. Esto no hay cubo ni puzle que lo solucione.